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En el libro: Misión mundial, el escritor al hablar de la contextualización del evangelio cita de John Stott lo siguiente:

la Palabra eterna de Dios, que desde la eternidad estaba con Dios y era Dios, el agente por medio del cual fue hecho el universo se hizo hombre, con toda la particularidad de un judío palestino del primer siglo. Se hizo pequeño, débil, pobre y vulnerable. Experimentó el dolor, el hambre y se expuso a la tentación. Todo esto se encontraba en la “carne”, en el ser humano en que se había convertido. Sin embargo, cuando se hizo como uno de nosotros, no dejó de ser El mismo; siguió siendo siempre el Verbo eterno o Hijo de Dios.
El mismo principio se ilustra esencialmente tanto en la inspiración de la Escritura, como en la encarnación del Hijo. El Verbo se hizo carne, lo divino se comunicó a través de lo humano. Se identificó con nosotros sin renunciar a su propia identidad. Dicho principio de “identificación sin pérdida de la identidad” es el modelo para todo evangelismo, especialmente para el evangelismo transcultural.
Algunos rehusamos identificamos con la gente a la cual decimos estar sirviendo. Seguimos siendo nosotros mismos y no nos convertimos en uno de ellos. Permanecemos apartados. Nos aferramos desesperadamente a nuestra propia herencia cultural con la idea equivocada de que es una parte indispensable de nuestra identidad. No queremos alejamos de ella, y no solamente mantenemos nuestras costumbres con fiera tenacidad, sino que tratamos a la herencia cultural de nuestra tierra adoptiva sin el respeto que merece. Por lo tanto, nos vemos envueltos en la práctica de una clase de doble imperialismo cultural, imponiendo nuestras propias costumbres a otros y despreciando las de ellos. Pero esa no fue la la forma en que Cristo actuó. El humilló a se despojó de su propia gloria y se sí mismo para servir.